Para escribir uno de mis libros inéditos, el alma de las tortugas, tenía yo la ventaja de haberme criado en la apacible serenidad pensativa de una aldea de la costa peruana: Pisco. Un poco al sur de aquella, hay un arrabales que es pródigo de tortugas y como un pequeño rebaño de casuchas de pescadores. Fue allí donde viera las costumbres y prácticas originales y sencillas, llenas de una honda filosofía, que en mi libro aparecen. ¿Conocen ustedes la sicología de las tortugas? ¿Se han detenido alguna vez a analizar el alma de estos redondos animales? Los espíritus bastardos no ven más que el mundo estrecho donde se agitan sus deseos y evolucionan sus pasiones, pero hay una serie interminable de mundos ignorados en los cuales no ha penetrado aún la mirada de los hombres. El mundo nuestro, como es sabido, es un espectáculo convencional y diverso para cada uno de los mortales. El miope, el ciego, el présbita, el mudo, el dispéptico, el alcohólico, el neurasténico, el loco, el cojo, todos ven el mundo de distinta manera. Hay un mundo microbiano, un mundo celular, un mundo de cosas intangibles, otro de sonidos sutiles; el de los peces, el de los árboles, el de las nubes…
Yo tengo una tortuga menuda como un bollo, de poliédrica concha manchada a trechos por ambarino color. Ésta no ha venido del mar. Trájomela mi hermano de las montañas vírgenes del Madre de Dios. Ahora mientras escribo, ella me sirve de pisapapeles. Es discreta, callada, jamás inquiere. Acepta la vida como otra concha y como tal la lleva. Se llama Cleopatra. Es diferente, nada frívola tiene la virtud de ser agradecida. Cuando entre un cigarro y otro, delante del escritorio, me meto el pulgar en el bolsillo y con la diestra le acaricio la panza, me mira en silencio con ternura.
Pero he aquí que me viene a la mente recuerdos. Seamos justos y hagamos una monografía de tortuga con la misma fruición con que haríamos una sopa de tortuga. Cleopatra es de una familia centenaria y fecunda, puede vivir quinientos años y tener mil hijos. Es legendaria. Fidias, el inmortal artista heleno, esculpió a Juno, la diosa de los casamientos, sentada sobre una tortuga. Es ambigua como un editorial de periódico. Lo mismo vive en el agua que en la tierra, lo mismo nada que camina. Es ovípara, y sus huevos mezclados con ámbar son afrodisíacos. Su concha da el carey, su cuerpo da las “siete carnes”, sus despojos tiene los más opuestos destinos: el carey luce en la cabellera de la dama, su aceite cura las heridas, sus uñas sirven para hacer maleficios, su carne para preparar la sopa. Los yanques la llaman con dulzura sibarita: el cerdo del océano. Las crían en grandes estanques, llegan a encontrarlas hasta distinguidas y luego se las comen. Esto en cuanto a lo físico.
Moralmente la tortuga en un Sancho centenario. Cobarde, jamás tiene rebeldías, toda su gran tragedia consiste en haber caído en la red del pescador. Se pasa la vida paladeando una venganza y siempre muere antes de cumplirla. Es el espíritu más entristecido de todos los animales, inclusive del hombre. Su historia es una serie interminable de dolores, injusticias, tiranías y crueldades. Y que ellas jamás se han asociado sino al acaso, y no con fines altruistas ni humanitarios. No. Se asocian porque a medida que una manada es más numerosa, es más difícil que a alguna de ellas le llegue el turno de caer en las redes. Además, siendo muchas, cuando la red las aprisiona, pueden romperla o hacer zozobrar ala pequeño barco del pescador. Sufren mucho porque viven muchos años. En el lago de Chagas les cortan la piel y las dejan vivir para que vuelva a crecerles. Así la industria aprovecha su dolor varias veces y cada concha equivale a diez meses de tortura. En Java las cazan con perros salvajes, como hacían los conquistadores españoles con los indios de Panamá. En algunas regiones de aquel archipiélago, los pescadores cogen mayor número del que pueden transportar, las vuelcan panza arriba, y por no darse el trabajo de volver a su posición natural a las excedentes, las abandonan. Como las tortugas no pueden volcarse a voluntad, mueren lenta y horriblemente de hambre y de consunción.
En Ceilán las venden a pedazos, porque lo marchantes quieren siempre la carne fresca y como el corazón es lo menos agradable de la tortuga, las infelices viven días sucesivos sufriendo consecuentes mutilaciones hasta que un comprador pide el corazón. Entonces mueren.
Todos estos delitos de los hombres para con las tortugas han hecho de ellas seres apáticos, recelosos, descreídos, resignados y estoicos. Por lo demás, son adocenadas y carecen de iniciativa. Jamás recorren otro camino que el que hicieran la víspera, y sólo ponen las patas donde las pusieron antes. Cuando los pescadores las cogen, las vuelcan a la orilla del mar y las dejan cierto tiempo. Ellas luchan por restituirse a su estado natural, y convencidas de su impotencia, transigen. Los pescadores las vuelven nuevamente y entonces ellas, con el temor de sufrir una nueva inversión, ya nos e marchan nunca. El día lo pasan sobre el sol cálido, indolentes. Miran con desdén el esfuerzo de otros animales. Al crepúsculo se tornan sentimentales y añoran la lejanía del mar que tan cerca cruje, derramando lágrimas desconsoladoras; pero no se mueven ni intentan fugar. Esperan vengarse en una hora propicia. Tiene siempre preparada la fuga, pero temen del pescador, del perro, del bote y de los remos. En cuanto a la red, es para ellas la visión trágica y cotidiana, el más temible enemigo vigilante. Nada es capaz de conmoverlas. Son más austeras que los hombres. Ni el hambre, ni el dolor, ni el mar son capaces de inducirlas al movimiento. Sólo luchan –los machos- por la conquista de una cosa que parece ser para ellos lo más trascendental: la hembra. Resisten encima un hombre. Egoístas y filosóficas, morales y ordenadas, nunca dan motivo de queja. No hay tradición de que una tortuga se haya suicidado y no la hay tampoco de que haya sido feliz. Tiene poca fantasía, son refractarias a la música y toda otra manifestación del espíritu. Ociosas y un tanto hipócritas, parecen hombres obesos.
Yo pienso con tristeza en mi pobre Cleopatra. Ella me acompaña a escribir. Vigila, inmóvil, mi labor diaria. Se ha hecho mi más intima confidente. Soy para ella un compañero discreto, porque la trato bien, y no la vuelco nunca. Sin embargo, ¡cuántas de mis alegrías y tristezas le son extrañas! Cuando estoy triste la busco, cuando tengo que trabajar, ella y el tintero me miran en silencio. Así paso noches largas y sucesivas. Pero hay días en que vengo cansado y no me ocupo de ella. Después de todo, esta desdichada bestezuela vivirá cien o doscientos años. Yo moriré mañana. ¿Quién sabe a qué extrañas manos irá a parar mi Cleopatra? Dentro de cincuenta años, cuando mi calavera duerma en la tenebrosidad inerte de la tumba, olvidado y deshecho este cerebro mío, ella será tal vez juguete predilecto de algún niño cruel, y más tarde, cuando todos, y tú que me lees, lector, hayan muerto, ella vigilará todavía, o exhibirá en un rincón olvidado, su concha diminuta, invertida o poliédrica, como una cáscara en la cual hubo inteligencia, dolor y algo de eternidad…
Yo admiro el gesto trágico de mademoiselle Le Virent, de la corte de Luis XIV, que dispuso que colocaran en su ataúd una pequeña tortuga viva. Exhumado un siglo después el cadáver de la bella criatura, se encontró en el sitio de su corazón, la pequeña concha del animal.
Los hombres son muy malos con las tortugas.
El Conde le Lemos